Los
escritores escribimos (claro) para que nos lean. Eso es obvio. El problema empieza
cuando dejas de inventar historias, o de contar la vida de otras personas, para
centrarte en la tuya. A mí me sale de forma inconsciente y, a veces, es bueno
escupir sentimientos a través de un bolígrafo o de unas teclas. Pero otras
veces no es tan bueno porque me quedo demasiado desnuda y puede que haya
alguien por ahí escondido ante el que no quiera estar así, con el corazón al
aire.
Pero aun así
escribo. Escribo porque me gusta. Escribo porque me llena. Escribo porque
quiero inventar vidas partiendo de cero. Escribo porque no sé vivir de otra
manera. Sí. Escribo. Y, aunque me ha costado demasiado tiempo reconocerlo,
estoy orgullosa de ello.
Soy una
persona rara, me lo han dicho muchas veces. Me gusta la comida fría y la playa
no está hecha para mí. Odio cocinar y llevo rapada media cabeza. Siento y
pienso demasiado y así me pasa, que apenas duermo porque le doy millones de
vueltas a todo cuando me meto en la cama.
Pero también
tengo algunas cosas buenas, como... Bueno, da igual, alguna habrá por ahí.
Podría decir que soy transparente y no tengo dobleces, digo lo que pienso y
callo lo que quiero. Aunque mucho menos que antes, los años enseñan a
convertirte en camaleón y a sonreír mientras por dentro ardes y mandas a la
mierda a quien no se está dando ni cuenta de que esa sonrisa no es de verdad.
Las auténticas las tengo guardadas para muy pocas personas. No tiene mucho
sentido decir que soy transparente y a la vez reconocer que muchas veces sonrío
sin sentirlo, pero ya lo he dicho antes, soy rara. Los que no lo sepáis ya
podréis descubrirlo por vosotros mismos si decidís quedaros por aquí.